miércoles, 19 de enero de 2011

La conocí hace apenas unos años. Hermosa. Calmada. Pálida de silencio y tranquilidad. En ella, flotaban mis pensamientos. Mis voces se entremezclaban lentamente con los latidos de una vida ajetreada. La descubrí agazapada entre mis pasiones. Con la mirada perdida. Como una niña frágil y temerosa de ser derrotada en cualquier momento. La tomé de la mano y me senté a escucharla. Al principio me causó miedo, incluso tristeza. Sus grandes ojos llenos de sal me transmitian inquietud. De pronto sentí la fuerte necesidad de ruido, de voces, de gente a mi alrededor. La abandoné allí, en la misma postura hiriente en la que la encontré. Y voló lejos con sus alas de seda.
Volví a sumirme en una profunda tristeza. Comencé a desear volver a verla pero no la encontraba por ningun lugar. Todos los sitios estaban manchados de ruido, de incierto y mundanal ruido.
De pronto un día, rebuscando dentro de mi, apareció. Esta vez sonriente y brillante como un ángel nacido de un huevo de marfil. Se quedó conmigo. Me tomó fuerte de la mano y me abrazó con su corazón húmedo. Entonces hallé la calma. Y jamás volví a intoxicarme de ruido.


Nos aterra. Huimos continuamente de ella como si fuese algo que nos perjudica. Nacemos solos, morimos solos. En la vida vamos creciendo bebiendo de los demás, que nos enriquecen y perjudican,  somos como muñecos, recubiertos de miles de jirones de pieles ajenas, de emociones precocinadas, de sentimientos, prejuicios. Todo ello mezclado y aliñado con un poco de vinagre.

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