domingo, 1 de agosto de 2010

EL OLOR DEL MELOCOTÓN

Allí, encima de la mesa encuentra la carta. La letra es precisa y elegante. Cansada del trabajo se sienta en una silla y sus ojos comienzan a posarse sobre aquellas palabras, extrañada, comienza a leer…

"La primera vez que te ví el mundo se paró por unos segundos.

Tu imagen permanece grabada en mi mente, nítida y brillante.

Sentada en aquella silla de mimbre pelabas melocotones. Tu vestido estaba salpicado por el jugo y te limpiabas el sudor de la frente con el brazo, sin soltar el cuchillo. Aquella tarde hacia mucho calor, el sol castigaba tus hombros y tus mejillas estaban enrojecidas, dándote un aspecto infantil y enternecedor. Tu piel era morena. Arrugabas la frente para realizar tu tarea con más precisión y pude observar como las arrugas de la madurez cruzaban tu bello rostro.

Cerré los ojos y aspiré tu olor, pese a no estar muy cerca de ti éste me recorrió las entrañas como un rayo de felicidad y bienestar, aquel olor…me resultaba tan cercano, tan familiar.

Cuando percibiste mi presencia te alarmaste y te cortaste con el cuchillo, dejando rodar el melocotón de tu mano. La sangre comenzó a brotar. Caía despacio. Gota a gota.

Manchándote el vestido y manchándome a mí la vida. En ocasiones cuando me siento triste pienso en ti y por unos segundos me invade la calma y la serenidad. Cerrando los ojos repito tu nombre: Elisa, Elisa, Elisa….

Debes saber de Carla, una mujer fuerte de alma y débil de cuerpo, frágil como muñeca y de una blancura virginal como los primeros copos de nieve que caen sobre las montañas.

Cuando la conocí me sorprendieron sus ojos, grandes como ventanas que dejaban ver sus sentimientos. Era hermosa. Tan serena por fuera y tan atormentada por dentro. Una gran tristeza agitaba su corazón, tristeza que no tardé en descubrir.

La boda se realizó un sábado de abril, el cielo estaba despejado y el sol tímido ofrecía luz pero no calor. Cuando ví a Carla avanzando por el transepto de la iglesia comprendí que nuestro enlace jamás funcionaria, nuestros mundos eran totalmente distintos y nuestros sentimientos también. Parecía una autentica princesa, los bucles rubios le caían sobre los senos y el escote, y el vestido largísimo y blanquísimo se acomodaba perfectamente en su cuerpo, conjuntado con el color de su piel. Pero sus ojos no brillaban, el azul se había tornado a gris. Me miró fijamente y comprendí su pesar, supe que no me amaba y que jamás podría hacerlo. Nunca conseguí tener la llave que abría su corazón.

La boda se celebró según lo previsto, todo el mundo vestía elegante. Las mujeres con magníficos trajes disimulaban los corsés que las ahogaban y escondían sus pesares cotidianos tras abanicos floreados. Los hombres se atusaban los bigotes hablando de política y alardeando de sus riquezas y virtudes, simulando y anhelando la perfecta felicidad. Vil apariencia de boda concertada. Pero yo podía ver más allá de todo aquello, podía traspasar el velo de franela que envolvía la desesperación.

Mi vida transcurría lenta, detestaba mi trabajo junto a mi padre. Él era un hombre poderoso, dueño de diversas tierras abundantes y trabajadas por miles de siervos. Crecí en una educación autoritaria dónde mi madre siempre jugó un papel secundario. Ella no era feliz, vivía ajena al mundo, cosiendo y comprando vestidos lujosos, aparentando como todos una falsa felicidad. Ocultaba las desgracias encerrando su agonía en casa, tras ventanas y puertas bien cerradas. No existía el amor entre ellos.


Me pareció verte. Pasaste rápido cerca de mí y tu estela me envolvió agitando mi alma. Supe que eras tú por el olor a melocotones recién pelados, por los destellos cobre que desprendían tus cabellos. Pero pronto te perdí de vista, perdí tu olor y mi alegría se torno a desesperación y rutina, como estrella fugaz que cruza el cielo. Te busqué por todas partes Elisa pero no conseguí encontrarte y apenado seguí mi camino conservando ese olor que extrañamente me resultaba tan familiar.


Carla no era feliz. Pero yo tenía que satisfacer mi apetito, por eso en muchas ocasiones la forcé y después me sentí repugnante, pero mis instintos me hacían repetirlo una y otra vez. La escuchaba sollozar y el corazón se me encogía, me sentía sucio. Así transcurrían los días llenos de reuniones y de falsas sonrisas, de secretos acumulados y guardados en lo más hondo del corazón que hervían y nos quemaban las entrañas. Pero yo aprendí a alejarme de aquello y a pensar en lo único que serenaba mi alma, a pensar en ti.

Mi padre no tenía suficiente. Calmaba su apetito con jovencitas ante los atentos ojos de mi desesperada madre, que fingía no ver el engaño y guardaba su tristeza. Pero llegó un día que no pudo guardar más, se cansó de fingir .Mi madre calló gravemente enferma y guardaba cama día y noche, volviéndose loca, loca de amor y de tristeza.

Aquella sangre me atormentaba en sueños, algunas noches después de saciar mis apetitos con la desdichada Carla, me sumía en un profundo sueño dónde la imagen de aquella tarde se repetía pero esta vez en el mundo solo estábamos tú y yo, Elisa. Tu mirada se fundía con la mía y sonreías, yo me acercaba a ti, andando despacio, sereno y feliz. Tu pecho se agitaba y cerrabas los ojos. Yo acariciaba tu rostro y besaba tu frente y de pronto ocurría algo muy extraño, el cuchillo que tenías en la mano y con el que te cortaste aquella vez, se nos clavaba a ambos y la sangre derramada se mezclaba sobre tu vestido, formando una unidad de color, bailando con el olor a melocotones recién pelados.

Me despertaba agitado por aquel sueño macabro e incomprensible. Y junto a mí observaba a Carla que dormía, sonriente y calmada. El sueño era la única manera de soportar su vida, el único momento de evasión. Me sentía rabioso de verla feliz y volvía a hacer aquello horroroso de lo que me arrepentía luego. Y así se iba consumiendo la vela de mi vida.

Carla comenzó a ausentarse algunas noches. Se alejaba de mi con la excusa de que se encontraba mal y necesitaba tomar el aire. Al principio eran pocas veces pero luego se convirtió en una costumbre que hacía bullir mi rabia. Comprendía perfectamente lo que pasaba. Me estaba engañando, huía del infierno cotidiano para comer por unos instantes del fruto de su paraíso particular. Para entregar su amor al hombre que verdaderamente amaba.

En ocasiones mi razón detenía mis actos, pero nunca fui un hombre demasiado razonable, siempre me dejé llevar por el corazón, fui demasiado impulsivo, la razón formaba parte de un plano secundario en mi vida. La seguí una noche. Les encontré abrazados detrás de un arbusto en el jardín. Ella reía y sus ojos desprendían una luz cegadora, azules como un mar agitado y extenso. La rabia y el deseo de venganza se volvieron a apoderar de mí como un monstruo gigante que me empujaba a actuar de forma malvada y aplastaba mi razón. Esa fue mi perdición. Agarré un palo que encontré en el suelo y propiné un fuerte golpe en la cabeza a aquel hombre, a la chispa de felicidad de mi desgraciada mujer. Calló fulminado al suelo, Carla echó a correr llorando y gritando. Me quedé paralizado. Había matado a un hombre,

Elisa....era y soy un asesino.

Me arrodillé junto a su cuerpo inerte y sin vida y comencé a llorar desesperadamente. Luego pensé en ti y me calmé.

Mi madre por fin pudo descansar. Recuerdo que aquel día se desató una terrible tormenta que destrozó varias hectáreas de cultivos. Ante la cama de mi madre se presentaron gente y falsos amigos importantes de la familia. Las últimas palabras que me dedicó mi madre fueron “Joan, cuida de tu padre por favor”.

Nunca logré entenderlo ¿cómo después de todo el dolor que le había causado mi padre ella le seguía defendiendo? Ni siquiera a las puertas de la muerte fue capaz de dejar fluir sus verdaderos sentimientos, de gritarle a toda aquella gente que rodeaba su cama que mi padre era perverso, que la hacía daño, que le odiaba. Luego cerró los ojos y la muerte se la llevó acunándola en sus brazos.

Paseando por el parque te volví a ver, ya había llegado el otoño y las hojas secas daban un aspecto triste a la ciudad, el río parecía lamentarse, cansado de fluir siempre por el mismo cauce, igual que yo, harto de fluir por el cauce de la vida, cauce que tanto detestaba y que no podía cambiar. Destino cruel. Allí estabas tú, vendiendo melocotones, te protegías con una roída mantilla del viento y con la cabeza agachada esperabas un comprador.

Reuní fuerzas y me acerqué, tu rostro me alarmó, parecías cansada y más mayor, rota y deshilada ¿qué te ocurría Elisa? Decidí comprarte algunos melocotones. No me miraste a la cara, pero cuando nuestras manos se rozaron levantaste la cabeza. Me clavaste tu mirada, en la que pude leer un sentimiento extraño de protección, de cariño. Esto me desconcertó aún más y sin cruzar palabra me alejé dejando los melocotones contigo, intentando no alterar la idea que tenía de ti en mi cabeza, no dejando atravesar tu dulce imagen con la daga de la incertidumbre.


Carla no volvió a dormir entre mis sábanas. No volví a saber nada de ella pero si de su terrible venganzaza, empujada por el odio hacia mi, yo, el hombre que la hacía sufrir y el que destruyó el único recodo de felicidad que la mantenía en pie, que la daba fuerzas para seguir viviendo, destapó la verdad, abrió la caja de Pandora y dejó salir todo el odio acumulado, toda la tristeza y desesperación. Fui acusado y condenado a muerte por asesinar a un hombre inocente.

Mi padre ofreció sus riquezas a cambio de mi salvación pero de nada sirvió, el dinero no podía reparar los daños del corazón. “Debes morir con la cabeza alta, hijo” fueron las palabras que mi padre me dijo cuando supo que ya nada podía hacer por mi.

Adiviné donde vivías gracias a un amable anciano que te ayudo a transportar los melocotones en alguna ocasión. Jonás se llamaba. Me costó entenderle al principio dado su alarmante nivel de analfabetismo, pero mediante señales e interpretaciones logré comprenderle.

Tu casa es humilde, hecha de madera y situada a las afueras de la ciudad en un terreno que no es el tuyo. Pronto adiviné que aquellas tierras pertenecían a mi padre. Las condiciones de trabajo son nefastas, mi padre os explota dándoos lo justo para sobrevivir.

Eres fuerte, lo sé Elisa, el trabajo ha endurecido tu alma y soportas las tempestades cada vez mejor. Quiero ayudarte pero no me atrevo a aproximarme más a tu vida, estoy cómodo con tu recuerdo, solo pensando en ti, sin atreverme a dar la mano a la realidad, y temiendo que el sueño atormentador se convierta en verdad absoluta.

Ahora, a punto de ser colgado y humillado frente a todo el pueblo he decidido escribirte esta carta para que sepas algo de mi desdichada vida y porque te amo Elisa, tu luz ha sido la única que me ha mantenido con vida, no quiero saber nada más de ti, prefiero morir acunado por tu dulce recuerdo"


Elisa deja caer la carta, igual que dejó caer el melocotón aquella lejana tarde de verano. Esta vez no derrama sangre, sino lágrimas. Lágrimas de dolor. 


Corre hacia la plaza del pueblo y allí en lo alto le ve. Colgado. Muerto. 


Un grito de dolor sale de sus entrañas, elevándose por encima de todas las cabezas de la gente y llegando a los oídos del hombre que la violó, que le arrebató al hijo que salió de su vientre, para llenarle de riquezas y sumirle en una vida llena de falsedad, alejándole de sus brazos. 


Allí está su hijo, colgado, ahogado en su propia desesperación, su querido niño por el que aquella tarde derramó sangre y por el que entregó su dignidad. El que nunca supo la verdad, quizás porque nunca la quiso saber. Atravesando la plaza llega hasta él y le descuelga, pero ya es tarde. Saca un cuchillo aún manchado de jugo de melocotón y a la ve que abraza con fuerza a su hijo se lo clava. 


Se hace el silencio. Todo ha terminado. De pronto una ráfaga de aire deja volar un cálido olor que se extiende por toda la plaza y todo el mundo rompe a llorar. Olor a melocotones recién pelados. Olor del amor de una madre.

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